La palabra “arquitecto” suele traer a la mente muchas cosas, pero una de ellas es definitiva: con frecuencia son caros. En Latinoamérica se cree que sólo los millonarios contratan un arquitecto, mientras que el resto de los humanos toman papel y lápiz y hacen ellos mismos el trabajo. Por eso, no es exagerado comparar los cinturones de pobreza de América Latina con los garabatos que dibuja un niño de dos años.
“Las ciudades latinoamericanas, en su proceso de urbanización, tuvieron una respuesta pública que no alcanzó para que las viviendas fueran normales. Pero, antes que la vivienda, una de las cosas más graves es la dificultad de probar el derecho de propiedad, y la sensación de las personas de que en cualquier momento pueden perder su casa hacen que sus recursos no puedan ir a dar al mejoramiento de la vivienda, y por eso la gente prefiere gastar su dinero en otras cosas, principalmente en muebles”, dice al otro lado de la línea, con un fuerte acento chileno, el arquitecto Alejandro Aravena, el cuarto latinoamericano en ganar el prestigioso premio Pritzker. Si hubiera un Nobel de arquitectura, Aravena sería uno de los ganadores.
Casuchas con lujos
Esta respuesta explica a la perfección por qué las personas que viven en casuchas de madera y techo de zinc tienen equipos de sonido y televisores que envidiarían las personas que viven en un penthouse en las zonas más costosas de las ciudades: si alguien llega a sacarlos, el televisor se lo pueden llevar a otro lugar, pero la casa no.
Aravena afirma que el Estado no alcanza a atender la informalidad, y la solución que da consiste en reducir y alejar, es decir, “al no tener los recursos suficientes se reduce el tamaño, se hacen pequeñas unidades de vivienda y se desplazan a donde el suelo cuesta muy poco, con pocos servicios y oportunidades, lejos de los centros de trabajo y salud y la red atención, sin la red de expectativa de mejoras de calidad de vida, que es la razón por la que la gente viaja a las ciudades”.
Es en este punto donde un arquitecto puede ayudar en superar la pobreza. La fórmula que Aravena propone es que los arquitectos coordinen las fuerzas en juego, canalicen las fuerzas individuales, en vez de sustituirlas. En Colombia, por ejemplo, existen constructoras que hacen un gran negocio con las viviendas de interés social, y están los proyectos del Ministerio de Vivienda, con sus programas como Mi casa ya, y fundaciones como Un techo para mi país.
“El Estado tiende a pensar que debe proveer la vivienda de forma completa y sustituir la capacidad individual, en vez de coordinarla y organizarla. Por eso, con los fondos públicos terminan por construir viviendas de sólo 40 metros cuadrados. La suma de acciones individuales no garantiza el bien común. El recurso más escaso es la coordinación de las acciones individuales”, afirma Aravena.
De esta afirmación nació su idea más revolucionaria: “una vivienda no es una protección a la intemperie, sino una capacidad de aumentar el valor en el tiempo, de superar la pobreza. Si no puedo entregar con el dinero del Estado una casa estándar, hagamos bien la mitad de una casa de clase media. ¿Cómo se hace? Haciendo primero lo más difícil, algo que una familia no pueda modificar en el tiempo”, afirma.
Construir para valorizar
¿Qué es, entonces, lo más difícil? Aravena dice que primero el arquitecto debe pensar en si él viviría en la casa que diseña, y enumera tres puntos fundamentales. En primer lugar, la estructura general de la casa final, como los muros estructurales, los muros medianeros, la ubicación de la cocina y los baños, “que no deben estar en la puerta de la casa sino cerca a los dormitorios, ese es el estándar de clase media”, afirma Aravena, que considera que esa estructura general debe contar al menos con ochenta metros cuadrados para una casa de una familia de cuatro integrantes.
Jorge Enrique Agudelo, director de investigación de la Lonja de Propiedad Raíz de Medellín y Antioquia, comenta que las viviendas de interés social que se construyen en Medellín oscilan entre 45 y 50 metros cuadrados.
La ubicación de la casa es otro de los puntos. Aravena dice que se debe procurar que esté en un terreno que se vaya a valorizar en el tiempo, que esté cerca de las oportunidades de trabajo y de salud: “cuando el dinero no alcanza para todo, es mejor gastar el dinero en mejor suelo”, dice Aravena. Según Agudelo, los terrenos en los que se construyen estas viviendas en Medellín cuestan entre 180 y 250 mil pesos el metro cuadrado. Los terrenos de ese precio suelen ser en pendiente, como los sectores de Pajarito, Robledo y San Antonio de Prado.
En tercer lugar, Aravena afirma que se debe procurar un buen diseño del conjunto urbano: “cuando uno mira las ciudades que tienen calidad de vida, el estándar es que por un metro de espacio público haya un metro de espacio privado. La construcción de una ciudad puede ser el motor del desarrollo, el buen espacio público ayuda a la valorización”, concluye Aravena, y dice que es ahí donde radica la labor de un arquitecto en la sociedad: “debe ser más el detonador del proceso que el que lo culmina y canalizar esa enorme capacidad de los esfuerzos individuales”.
Un material revolucionario
Si se le pregunta a Aravena cuál es el material constructivo que cambiaría la arquitectura y las oportunidades de las personas de bajos recursos para adquirir una vivienda, dirá que el problema no se trata de materiales. “Ese material ideal de construcción varía según las circunstancias. Al norte de Chile, por ejemplo, el único material disponible es el bloque de cemento, porque no había ladrillos ni arcilla. En cambio, en Santiago, sí hay ladrillos de arcilla reforzados, y en el sur del país el material ideal es la madera. Este tema de la vivienda prioritaria tiene mucho de ayuda humanitaria y de caridad. Por eso, si hablamos del material ideal, diría yo que lo mejor es la calidad profesional, más que la caridad profesional”.